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La propuesta de reforma al Artículo Décimo Transitorio de la Ley del ISSSTE ha desatado un debate que no solo toca las fibras más sensibles del sistema de pensiones en México, sino que también expone las contradicciones de un gobierno que se dice defensor del pueblo, pero que juega con la calculadora electoral en cada decisión. ¿Se trata de una verdadera reparación histórica o es solo una estrategia más para ganar simpatías en tiempos electorales?
El discurso de la justicia social… con asteriscos
El diputado Gerardo Olivares, impulsor de esta iniciativa, la vende como una corrección de las injusticias derivadas del modelo neoliberal que ha precarizado las condiciones de retiro de los trabajadores del Estado. La narrativa es seductora: jubilarse más temprano, con menos años de servicio y con una pensión equivalente al 100% del último salario. Suena bien, ¿cierto? Pero como siempre, el diablo está en los detalles.
Bajo la propuesta, los hombres podrían jubilarse a los 52 años y las mujeres a los 50, con 30 y 28 años de servicio respectivamente. Además, se garantizaría una pensión igual al último sueldo, mediante un “complemento solidario”. Esto, en teoría, haría justicia a miles de trabajadores que han dedicado su vida al servicio público.
Pero la gran pregunta es: ¿de dónde saldrá el dinero para pagar estas pensiones? Porque si algo nos ha enseñado la historia de las reformas pensionarias en México es que los políticos son muy buenos para prometer, pero pésimos para hacer cuentas.
¿Quién paga la fiesta?
La iniciativa no explica con claridad cómo se financiará esta nueva carga para el erario. El ISSSTE ya arrastra un déficit crónico y esta reforma podría ser la estocada final. Si los trabajadores aportan menos años y cobran el 100% de su último salario por más tiempo, el resultado es un sistema insostenible.
México no es ajeno a la crisis de pensiones que ha golpeado a países como Argentina, España o Francia, donde las reformas mal planeadas han derivado en colapsos financieros o ajustes draconianos que terminan afectando a los propios jubilados.
Aquí la situación no es distinta. El ISSSTE apenas sobrevive, dependiendo de subsidios gubernamentales. Si la iniciativa se aprueba sin una fuente clara de financiamiento, ¿quién pagará la cuenta?
• ¿Se aumentarán impuestos?
• ¿Se endeudará aún más el país?
• ¿Se recortará el gasto en otras áreas esenciales como salud o educación?
El gobierno no lo dice, porque no le conviene decirlo.
El costo político de las decisiones fáciles
Esta propuesta es populismo disfrazado de justicia social. Una solución simplista a un problema complejo. Pero más allá del análisis económico, es necesario mirar el fondo político.
No es casualidad que este tipo de reformas surjan en momentos clave. México está a las puertas de elecciones y los votos de los trabajadores del Estado son un botín valioso. Prometer una jubilación dorada sin explicar cómo se sostendrá es una jugada electoral que puede traducirse en simpatías y respaldo en las urnas.
El problema es que después de los aplausos y los discursos triunfalistas, la realidad golpea. Y cuando llegue la factura, los políticos que impulsaron esto ya estarán en otro puesto, en otro partido o disfrutando de sus propias pensiones doradas.
¿Solución real o parche temporal?
Si el objetivo es realmente mejorar el sistema de pensiones, el camino no es prometer dinero que no existe. Es necesario un rediseño integral, no medidas parche. Algunas alternativas más responsables podrían ser:
• Reestructurar la forma en que se financian las pensiones, garantizando sostenibilidad a largo plazo.
• Fortalecer los fondos de ahorro, incentivando esquemas mixtos entre el Estado y los trabajadores.
• Combatir la corrupción y el despilfarro en el ISSSTE, que se lleva millones en malas administraciones.
Pero claro, hacer reformas estructurales no es tan atractivo como prometer pensiones generosas. No genera likes ni trending topics, y mucho menos votos fáciles.
El llamado a la reflexión
Esta propuesta de reforma no es un tema menor. El futuro de las pensiones en México está en juego y lo que hoy parece una victoria para los trabajadores, podría convertirse en una bomba de tiempo que termine explotando en sus propias manos.
La pregunta no es si merecen o no una mejor jubilación. La pregunta es si esta iniciativa realmente puede cumplir lo que promete sin hipotecar el futuro del país.
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