En un giro que resuena en los pasillos diplomáticos de América Latina, Perú ha emitido una orden de arresto contra su ex primera ministra Betssy Chávez, quien se encuentra bajo asilo político en la embajada mexicana en Lima. Esta decisión, dictada por el juez Juan Carlos Checkley el 18 de noviembre y confirmada por el Poder Judicial peruano, incluye cinco meses de prisión preventiva y una alerta de captura internacional, complicando no solo las relaciones bilaterales sino también el panorama regional. Chávez, juzgada por presuntos delitos relacionados con su gestión durante el gobierno de Pedro Castillo, enfrenta una posible pena de 25 años de cárcel, y su refugio en territorio mexicano desde hace semanas ha encendido una mecha que podría extenderse a foros multilaterales como la Alianza del Pacífico.

Desde la perspectiva mexicana, este episodio reafirma nuestra larga tradición de refugio humanitario, un pilar de la política exterior que data de la Revolución y se ha manifestado en casos emblemáticos como el de León Trotsky o, más recientemente, en protecciones a disidentes latinoamericanos. México ha defendido con vehemencia el derecho al asilo, argumentando que se trata de una cuestión de principios soberanos y no de interferencia en asuntos internos peruanos. Sin embargo, la negativa del gobierno peruano a otorgar un salvoconducto para que Chávez abandone el país ha escalado la tensión, llevando incluso a la ruptura de relaciones diplomáticas anunciada por Perú a inicios de noviembre. Esta medida extrema evoca ecos de crisis pasadas, como la invasión policial a la embajada mexicana en Quito en 2024, y pone en jaque el respeto al derecho internacional en la región.

Más allá de lo diplomático, las implicaciones económicas no pueden subestimarse. La Alianza del Pacífico, que une a México, Perú, Chile y Colombia en un bloque comercial que representa el 41% del PIB latinoamericano, podría verse afectada por estas fricciones. Perú, como socio clave en la exportación de minerales y productos agrícolas hacia México, depende de flujos comerciales estables; cualquier interrupción podría impactar cadenas de suministro en sectores como la minería y la agroindustria. Además, en un contexto de crecientes flujos migratorios andinos hacia el norte, este conflicto podría exacerbar tensiones en políticas de movilidad humana, donde México actúa como puente entre Sudamérica y Estados Unidos. Imagínese: si las relaciones se enfrían, ¿qué pasará con las negociaciones pendientes en temas como la integración energética o la facilitación aduanera?

Políticamente, este caso ilustra las grietas en la integración latinoamericana. Perú, bajo el gobierno de Dina Boluarte, parece priorizar la justicia interna sobre el diálogo regional, mientras México, con su postura progresista, se posiciona como defensor de los perseguidos políticos. Pero no nos engañemos: esta defensa no es altruista al cien por ciento. En un año electoral en varios países andinos, México podría estar enviando un mensaje a aliados potenciales, fortaleciendo su influencia en bloques como la CELAC. Sin embargo, el riesgo es real: una escalada podría llevar a retaliaciones comerciales o incluso a un repliegue en foros multilaterales, debilitando la voz unificada de América Latina en el escenario global.

En última instancia, el caso de Betssy Chávez no es solo un drama bilateral; es un recordatorio de que el asilo político, aunque noble, puede convertirse en un arma de doble filo en una región plagada de inestabilidades. México debe navegar con astucia: defender sus principios sin aislarse de socios económicos vitales. De lo contrario, las tensiones en el Pacífico podrían pasar de ser diplomáticas a económicas, afectando a millones en ambos lados de la frontera. La pregunta ahora es: ¿prevalecerá el diálogo o se profundizará la brecha?

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